El cuello del útero tiene un importante papel en la reproducción porque es esencial durante el parto, ya que conecta el útero con la vagina. Aproximadamente, mide unos 3,5 centímetros y se compone de tejido conectivo, músculos y otras glándulas que producen moco cervical, o lo que comúnmente denominamos como flujo.
Durante el embarazo, el cuello del útero se alarga y se vuelve más flexible, sobre todo en el tercer trimestre, cuando el cuerpo de la mujer se prepara para el expulsivo. Esto se debe a que el bebé debe pasar por el canal del parto y, para que esto sea posible, el cuello del útero debe dilatarse y abrirse. Como podemos darnos cuenta, es muy elástico.
Para protegerse frente a las infecciones, está el moco cervical. Su textura actúa como una barrera protectora que evita que las bacterias puedan entrar. Sin embargo, cuando la flora vaginal se encuentra alterada, la sola presencia del flujo no va a ser suficiente para evitar que se produzca una candidiasis o una vaginosis bacteriana.
Asimismo, esta sustancia es viscosa y puede cambiar de textura dependiendo del ciclo menstrual en el que se encuentre la mujer. Por ejemplo, antes de la ovulación es frecuente que sea denso, pegajoso y de color blanco; mientras que después de la menstruación es mucho más seco. El motivo de estos cambios tiene que ver con la capacidad reproductiva y es que el moco en los días fértiles es acuoso para permitir el paso de los espermatozoides.
En algunas ocasiones, las mujeres pueden desarrollar células anormales en el cuello del útero. Esto ocurre debido al contagio del virus del papiloma humano (VPH) cuyas cepas VPH16 y VPH18 son las que pueden derivar en un cáncer de cuello de útero. Para diagnosticarlo está la prueba del papanicolau o la colposcopia. Generalmente, el sistema inmune combate el virus, pero cuando no lo hace, las posibilidades de que pueda aparecer un cáncer de cuello de útero aumentan.